dissabte, 3 de novembre del 2012

La destrucción del padre.

En la Casa Encendida acaba de inaugurarse una exposición de Louise Bourgeois (1911-2010) con el título de Honni soit Qui mal y pense, la leyenda de la orden de la Jarretera, que es también el título de uno de los extraños autorretratos que esta artista hacía. La exposición trae unas sesenta piezas, dibujos, guaches, grabados en tela, collages y esculturas producidos en los últimos diez años de su vida, es decir, cuando era una nonagenaria. Para que luego digan que la edad apaga el impulso creador. Esta extraordinaria mujer estuvo creando hasta su último suspiro.
¿Quién no ha visto alguna de sus gigantescas arañas? Están repartidas por medio mundo. Hay un original en acero inoxidable y seis copias más en bronce y miden nueve metros de altura. La más cercana a Palinuro está junto al Guggenheim de Bilbao. Y la verdad es que cuando te pones debajo, tienes una sensación extraña. La escultura se llama Mamá y eso ya da la pista del carácter de una de las obras de creación más aislada, preterida, a la vez que sorprendente, del siglo XX. Bourgeois tuvo su primer reconocimiento en una retrospectiva del MoMA en los años ochenta, cuando ella tenía setenta años. Y luego siguió siendo marginal, primero porque el tipo de obra que trabaja, sobre todo las esculturas pero también la gráfica es de difícil circulación en el mercado y, segundo, porque los temas que aborda -quizá fuera mejor decir el tema, ya que lo suyo es una obsesión- tampoco tienen fácil aceptación porque se hunden en el subconsciente y no de una forma estilizada, como en el surrealismo, sino cruda, descarnada, brutal. Una de sus obras de más impacto, realizada en 1974, es La destrucción del padre, una escultura abstracta en la que unos hijos, que acaban de asesinar a su padre, lo tienen sobre la mesa (que es también cama) y se lo comen.
Son los dos cabos del nudo que encierra el significado de este torrente de creación centrado siempre en la representación de las relaciones sexuales y la figura de la mujer -muy especialmente la madre y como parturienta- como algo tortuoso, agónico, desgarrador, monstruoso. Hay que entender lo que se nos pone ante los ojos continuamente en las interpretaciones de esta obra: el arte del confesionario y el psicoanálisis. En la exposición, en efecto, hay un confesionario y el psicoanálisis cuelga de todas la paredes en forma de dibujos o de reflexiones misteriosas que van solas o los acompañan, como conjuros, como proverbios, como alucinaciones. La propia Bourgeois -nacida francesa pero que se trasladó en 1940 a Nueva York con su marido y ya no volvió a Europa- va explicándolo a lo largo de su carrera en las aclaraciones que solía hacer sobre sus obras: todo se originaba en un trauma de infancia que la dejó marcada para toda la vida. ¿Y la Mamá? ¡Ah! esa, en efecto, es la figura de la madre: imponente, protectora, un poco calculadora. La araña es tejedora, como su madre, que trabajaba con el padre en el taller de restauración de tapicería que poseían y que también marca decisivamente el estilo de la obra gráfica de Bourgeois, quien empezó de muy joven pintando cartones para tapices. La araña tuvo tanto éxito que, en sus últimos años la autora era conocida como Spiderwoman. A los noventa.
El padre y la madre, dos piezas claves en todo proceder psicoanalítico. Y claro que hay psicoanálisis (monólogos, confesiones, fantasías, frustraciones, miedos, alucinaciones) en toda su obra y de nuevo muy distinto al de sus contemporáneos surrealistas, mucho más duro, más sangriento, más, en cierto modo, enajenado.
El trauma de la infancia, al que ella se refiere de continuo y los biógrafos resaltan, es el descubrimiento de que su nurse era la amante de su padre con el conocimiento de su madre que, al parecer, prefería hacer la vista gorda a deshacer el matrimonio, la familia. A partir de ahí todo parece encajar: ese trauma lo explica todo, la lucha, el sufrimiento, la agonía, la obsesión, la destrucción del padre y, por último, a los noventa años, todavía enfrentada a lo que no pudo superar cuando tenía diez, se refugia bajo la protección de la madre.
Setenta años de creación en torno a un trauma infantil, obsesivamente centrado en él. Es mucho, en verdad. Porque uno de los rasgos más llamativos de Bourgeois es que, aunque su vida coincide con el siglo XX y ella no la vivió en aislamiento sino, al contrario, en contacto con las corrientes artísticas de su(s) época(s), eso casi no se aprecia en su obra que parece haber pasado por el siglo sin enterarse de él porque ha estado esencialmente dedicada a la introspección. Toda su producción mira hacia dentro y se expresa de muchas maneras, con temáticas que se repiten a lo largo de los años y de los decenios, como pesadillas recurrentes.
Pero hay algo que uno se queda pensando ante esta plétora de confesiones por todas partes. En concreto, ¿por qué la reacción al referido trauma ha de ser de violencia, de desgarro, de destrucción? La figura del padre y el psicoanálisis van como anillo al dedo. Pero ella es hija. No hay complejo de Edipo (en todo caso, sería de Electra, si el tal existiese) hasta muchos años más tarde cuando, ya sexagenaria, después de la muerte de su marido, pudo empezar quizá a cuestionarse su condición de mujer. De hecho llegó a ser muy activa en el movimiento feminista y en el de transexuales. Así, pues, ¿no serán celos?